sábado, 13 de agosto de 2016

A las 12:26:00 por Pangea     Sin comentarios
Eran las 5 de la tarde en el campo Yazidí mientras tratábamos de realizar un taller de malabares. Súbitamente, los niños y niñas dejaron todo para salir corriendo hacia la valla de la casa. Todos a una al grito del pequeño Diluar desde la misma: “Fire, fire!”, decía sin parar.

Agolpados en la verja, en silencio, miraron el humo de un pequeño incendio visible a lo lejos, mientras el sonido del camión de bomberos se alejaba. En todos los días que hemos estado en Grecia nunca habíamos conseguido nada así. Estaban fascinados, mirando ese fuego: el fuego que bien conocen los niños de la guerra.

Niños que cuentan cómo dejaron todo entre escombros y mortero: todo para jugarse la vida en el Mediterráneo por no perderla en su casa. Por llegar a Europa, la tierra prometida que hacina a quien le pide auxilio en campamentos mientras reparte lecciones de moral al mundo sobre lo humano y lo divino; barriendo debajo de la alfombra niños y niñas, colgándose medallas; presumiendo de quién llora más con los noticieros mientras los días pasan, uno tras otro, sin solución.

Que nadie intente decirnos que al menos tienen techo y comida; que nadie limpie su conciencia así. Porque no aguantarían con esta entereza y agradecimiento ni un solo día, hacinados, abandonados a su suerte como animales. En qué momento se olvidó que son personas. Nadie puede llamarse a sí mismo ser humano y permitir esto sin sentir rabia y dolor. No más pasividad, no más vergüenza.



Los martes en la casa Yazidí vemos todos juntos el cine que ha logrado realizar los martes y jueves una serie de voluntarios ante los cuales nos quitamos el sombrero una y mil veces.

Riad, un niño de 12 años, veía la película cuando uno de los adultos llegó con una caja de caramelos que acababa de conseguir. Caramelos que para estos niños son pepitas de oro que no sabe cuanto será la próxima vez que los vea.

Sólo había uno para cada, pero al hermano de Riad, un bebe de apenas dos años, se le cayó el suyo al suelo mojándolo. Riad cogió su único caramelo y sin dudarlo se lo dio a su hermano. Nada para nosotros, pero todo para ellos. En ese momento sin ninguna vergüenza cayeron más de una y dos lágrimas de alguno de nosotros sin permiso, como las gotas que acabaron por colmar el vaso que se había llenado de esa mezcla de rabia y felicidad que estos niños llenan en cualquiera.




Qué sería de Riad, de su bondad, su cachopanismo eterno y su generosidad si hubiera tenido la suerte de nacer en el Paseo Zorrilla y no en el norte de Iraq. Que será de él dentro de un año.

Cuánto bien merecen Riad y todos ellos y no somos capaces de dárselo por miedo absurdo, por ojos cerrados, por un odio viejo gastado, por intereses económicos y lineas trazadas. Cuánto bien merecen las personas y cuánto mal tienen que sufrir muchas.

Nunca olvidaremos a Muhammad Alí, nuestro refugiado fotógrafo, cuando cerró su impactante video sobre su vida en el campamento con la frase “Gracias a todos los voluntarios por ayudarnos. Sin vosotros el campo sería una prisión”.

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